Mi Padre y yo nunca tuvimos
una relación muy estrecha, pues mi hermano y yo compartimos con él, únicamente,
hasta la edad de 9 y 8 años respectivamente; pero en los últimos años de su
vida en la que él regresó a vivir con nosotros – mi madre, mi hermano y yo-
pude llegar a conocerlo y a entender que el único que puede juzgar los errores
es Dios. Aprendí a quererlo, amarlo y respetarlo.
Lo que voy a narrar a
continuación, es el sentimiento que pude observar que tuvo mi padre cuando le
vino una enfermedad que lo limitó en varios aspectos de su vida, y que lo
convirtió en alguien dependiente. Ahí va.
En un momento en que él no se
lo esperaba, le sobrevino una dolencia que culminó en una invalidez. Él sintió
que la vida se le había acabado. Su identidad empezó a tornarse borrosa. Era
como colgar su personalidad en el armario con la ropa, y convertirse en un caso
más: “El paciente del cuarto número X”.
Dejó de ser un hombre para
convertirse en un caso clínico, en una enfermedad, en alguien que se pasaba el
día tendido esperando exámenes diarios; que se le observe, que se le revise con
detenimiento y que se lleve un control de su estado, anotándolo en gráficos,
como si se tratara de la fluctuación de las cotizaciones de la bolsa.
Fue aquella humillación; aún
más que el dolor, la debilidad y el aburrimiento, lo que hizo que la
experiencia le resultara difícil de soportar. ¡Pasar de ser algo a no ser nada!
En el sufrimiento, él sentía
que se quedaba solo. No tenía compañía para soportar toda esa impotencia. Él se
encontraba en Cuba tratándose la hemiplejia, que le había dado a una edad
temprana en la que un hombre tiene muchas cosas por terminar, y muchas metas
por cumplir. Él tenía 54 años. Si es que la memoria no me falla, esto sucedió
en el año 1996, cuando él se encontraba como Gerente Residente del Ex Hotel de
Turista de la ciudad de Tacna - Perú. Él sufría de constantes dolores de
cabeza, nunca se hizo los chequeos
necesarios para controlar esas jaquecas.
El estrés propio de su trabajo, y las jornadas duras propias de los
profesionales en Hotelería y Turismo, no le permitían descansar apropiadamente.
Es así que un día cualquiera, le vino uno de esos dolores de cabeza que
comúnmente le daban, no le hizo caso y siguió con sus actividades diarias. A la
hora del almuerzo, subió a su suite a tomar un descanso breve, fue ahí que todo
se le nubló y cayó tendido al piso; aún le quedaba algo de lucidez, logró
alcanzar el teléfono y balbucear por la línea telefónica: ¡AYUDA!
La telefonista, al no entender
lo que sucedía, envió al conserje a ver que estaba ocurriendo. Al subir a la
habitación, el conserje vio tendido en el suelo a mi padre e inmediatamente
llamó a la ambulancia. Ya lo demás es historia. Le había dado hemiplejia y
desde ese momento su vida cambió. Felizmente, la empresa pagó su rehabilitación
en Cuba.
Yo tenía 16 años cuando me
enteré lo que le había pasado. Mi madre, mi hermano y yo vivíamos en Trujillo.
Mi madre nos llevó a ver a mi
padre, que luego de estabilizarlo lo habían trasladado a la ciudad de Ica, al
Hotel Las Dunas; en donde se estaba quedando con los enfermeros hasta que se
regularice todos los trámites para su viaje de rehabilitación a Cuba.
Luego de 8 meses de intensas
rehabilitaciones, mi padre llegó a Perú y ya no estaba en silla de ruedas,
ahora usaba un bastón y, su parte izquierda del cuerpo estaba a la mitad de su
movilidad.
Aún en ese estado, él pidió
seguir trabajando; ya que su mente estaba intacta y fue de esa manera que lo
trasladan a la ciudad de Tacna, en donde pasó sus últimos días como Gerente
Residente del Ex Hotel de Turistas de Tacna hasta el año 2005. Ahí se jubiló de
forma anticipada a los 63 años y regresó a Lima – donde ya nosotros estábamos
viviendo – a pasar sus últimos días de vejez. Mi hermano ya tenía 26 años y yo
25 años. Era algo extraño; pues si bien es cierto era mi padre, pero no lo
conocía bien. Recién empezaríamos a convivir todos juntos.
Por un lado, es cierto que se
le había despojado de cuanto había sido motivo de placer y satisfacción; su
salud, fortaleza física, una profesión interesante, todos sus libros, cartas y
amigos. Por otro lado; sin embargo, todavía estaba en posesión de sus
facultades mentales y podía pensar por sí mismo. Tenía al fin y al cabo, su vida
interior. ¡TENÍA SU VIDA!
Su presente, ese instante que
pasa fugaz por el tiempo, era cuanto él y cualquier otra persona tiene en sus
manos, y mi padre sentía que lo estaba arruinando al ceder a la ansiedad que le
suscitaba.
“Tengo que buscar algo que me
dé ánimos de seguir adelante”, eso me confesó en las pláticas que teníamos
cuando vino a vivir de nuevo con nosotros. “Tengo que encontrar nuevamente la
razón de querer seguir adelante y tener fuerzas” – se repetía a sí mismo.
Esa idea irrumpió con fuerza
en su interior. “Si en este instante puedo estar contento, seré un hombre
feliz”- decía-. Fue entonces cuando pensó en nosotros sus hijos, Christian y
Cynthia. Él me confesó, que le pedía a Dios que le prolongue la vida para poder
disfrutar de nuestra compañía, ya que no tuvimos una cercanía en años pasados.
Él decía que mientras sintiera el amor de nosotros podría seguir una vida
feliz.
Recuerden que aunque por fuera
nos vamos desgastando, por dentro nos vamos renovando día tras día, pues los
sufrimientos ligeros y efímeros que ahora padecemos producen una gloria eterna
que vale muchísimo más que toda dolencia. Así que no nos fijemos en lo visible,
sino en lo invisible, ya que lo que se ve es pasajero, mientras que, lo que no
se ve es eterno.
El hombre solo es del
presente, su presente, su instante; lo demás es de la naturaleza, de Dios, de
Jesús.
Cuando una puerta se cierra,
otra se abre. Con frecuencia; sin embargo, observamos con gran pesar la que se ha cerrado y eso nos impide ver la
que se nos ha abierto.
Finalmente, años más tarde por
la cantidad de pastillas que tomaba para sobrellevar su enfermedad, le vino
otra dolencia mucho más grave, que se lo
llevó en menos de tres meses. Le dio cáncer al hígado.
Falleció el 26 de Julio del
año 2012, faltando 7 días para que cumpla 70 años; pero pudo conocer y
disfrutar de su primera nieta a la que amó con todas sus fuerzas – Andreita, La
Luz de sus Ojos, eso fue lo que me dijo-.
Falleció en compañía de
nosotros; mi madre, mi hermano y yo. Todos agarrados de la mano en la cama del
hospital. Su cuerpo ya no funcionaba, pero una lágrima cayó de sus ojos y luego
se escuchó el “piiiiiiiiiiiiiii” de esa máquina que lleva el control del estado
del cuerpo. Se había ido. Su cuerpo delgado, producto del cáncer, yacía en la
cama, no podía creer que ya no estaba. Sus manitos aún permanecían tibias, pero
poco a poco se fueron enfriando.
Lo que les puedo decir es que
jamás juzguen a sus padres. El único que
puede hacerlo es Dios.
Ahora les puedo confesar que
siento que pude haber hecho mucho más por mi padre, pero a veces el
resentimiento y la inmadurez que uno tiene, hacen que pierdas grandes
oportunidades de amar y perdonar.
Él cometió errores, pero los
hijos no somos jueces y ahora lo entiendo.
En mis oraciones siempre te
tengo presente padre mío, y le pido a Dios me perdone si alguna vez llegué a
sentir sentimientos negativos hacía ti.
El día que falleció comprendí,
que el amor de un hijo siempre está presente en el corazón, y que ver partir a
un ser que uno llega a amar al final de sus días, es demasiado doloroso.
Quisiera retroceder el tiempo y abrazarlo fuerte y decirle que lo amo con todas
las fuerzas de mi ser; pero ya es demasiado tarde.
Sé que ahora su espíritu está
con Dios, pues sus pecados le han sido perdonados y solo espero que él me
perdone los míos.
¡Te amo Ángel Eduardo Arcaya Carrillo!